En su juventud, mi abuelo trabajaba en el campo como peón de una estancia. Apenas arribó al lugar le contaron la historia de ánimas que paseaban por la aldea matando al ganado y enfermando a las personas. Todas las noches debía cerrar el granero, el establo y demás, antes de retirarse a dormir. Las tres primeras semanas, todo estuvo tranquilo, el ambiente era bueno y las historias de ánimas aparentaban ser apenas parte del imaginario del pueblo. No obstante, con la llegada del invierno, todo cambió, el ganado comenzó a morir sin razón aparente. Entonces el patrón organizó a los peones en grupos de búsqueda para cazar y eliminar de una vez por todas al depredador suelto en el extenso campo de su propiedad.
Tras dos semanas de infructuosa búsqueda, dieron por finalizadas las tareas y decidieron cambiar de estrategia para esperar al intruso bajo el amparo de la oscura y silenciosa noche. En la primera jornada de guardia pasaban las horas y nada, ningún rastro del atacante desconocido, eso sí, la niebla se hacía cada vez más espesa y el frío empezaba a calar hondo en las humanidades poco abrigadas de los peones. Pasada la medianoche decidieron ir a dormir.
Esa misma noche, el frío alcanzaba los cinco grados bajo cero, cuando mi abuelo escuchó un ruido seco afuera de su habitación, una suave voz de mujer lo llamaba por su nombre. Muerto de miedo, mi abuelo rezó tres “Ave María”. Esa noche apenas pudo dormir.
Al día siguiente fueron testigos de un espectáculo horrible, vacas desangradas y descuartizadas, tendidas sin vida en el campo. Las historias de los lugareños recobraban fuerzas, los espectros regresaban para alimentarse del ganado y enfermar al pueblo. En dos meses, la pequeña comunidad acompañó diez entierros. Una familia de cinco integrantes fue víctima de una extraña plaga que no tenía cura. El médico del lugar, que era más curandero que un conocedor de la medicina formal, aseguraba que podría tratarse de una tuberculosis, enfermedad que había conocido gracias a un verdadero médico, el doctor Mendoza, pediatra del pueblo de Posadas.
Aún con miedo, mi abuelo decidió contar a su patrón y a sus colegas sobre la extraña experiencia de la noche anterior. El hacendado prusiano aconsejó a mi abuelo que no hablara de esos temas. “No crea esas tonterías Evaristo, son supersticiones absurdas de pueblos salvajes. Si ustedes en Paraguay desean abrazar el desarrollo, deberían dejar esas tonterías atrás”, le dijo.
Pasaron varios días y el ganado no fue atacado de nuevo pero uno de los peones cayó enfermo, llamaron al curandero, quien le preparó un remedio para la fiebre y la tos. Pasaron los días y el peón ya no tenía tos ni fiebre, sino más bien un agotamiento extremo. Una semana después, falleció.
Ante la muerte del peón, se organizaron los rituales para dar paz al alma del difunto y se bendijo el lugar. De todos modos, el rumor de que los muertos regresaban a la vida para llevarse a la gente del pueblo ya se había instalado.
Tiempo después, cuando mi abuelo estaba patrullando el establecimiento en busca del animal culpable de la muerte del ganado, escuchó a lo lejos una voz que lo llamaba, un escalofrío les recorrió el cuerpo, la voz le resultaba familiar pero no alcanzaba a ver de dónde provenía. Salió corriendo del lugar para llegar lo más pronto posible al establecimiento.
Esa noche, mi abuelo no lograba conciliar el sueño, se preguntaba si sería cierto que los muertos regresaban como espectros. Nunca antes, hasta ese día, había escuchado sobre un fenómeno semejante. En medio de la madrugada, sintió golpes en su puerta. “¿Quién es?”, preguntó. “Soy Sergio, creo que le vi a Alberto”, respondió. Despertaron a los demás y se prepararon para buscarlo, si bien el patrón no creía en las supersticiones se unió al grupo de búsqueda. Mi abuelo y Sergio fueron hacia la zona más boscosa y oscura, tuvieron cuidado de no encontrarse con algún jaguarete, estuvieron en total alerta. Aterrados observaron una silueta humana devorando lo que parecía ser una vaca de la estancia. Se encontraban como a 200 metros del lugar y se acercaron con precaución pero fueron escuchados. El extraño ser, al descubrirlos, huyó. Mi abuelo y Sergio dispararon hacia la dirección que creyeron tomó el intruso en su huida. “Lo que genera el caos en este lugar olvidado por Dios, es humano”, afirmó con toda seguridad el prusiano. Al no tener certeza de lo acontecido, acabaron aceptando la afirmación del señor Hesse y continuaron con sus faenas.
Mi abuelo comenzó a tener pesadillas donde un ente absorbía su energía, al levantarse sentía desgano y pesadez en todo su ser, algo no estaba bien, así que decidió ponerle punto final al asunto. Por la madrugada, sin que el dueño supiera, fue con los demás peones al cementerio a cerciorarse de que el cadáver de Alberto estuviera en su ataúd. La noche estaba particularmente oscura, sin luna y con mucha niebla. Llegaron a la tumba de su compañero y la encontraron abierta, y sin nada adentro, solo restos de sangre y un hedor a muerte. Los corazones dejaron de latir por unos instantes, el terror se apoderó de sus almas.
“¿Alberto?, ¿en dónde estará?”, dijo con la voz entrecortada, alguien a quien mi abuelo no pudo reconocer en la oscuridad. “Es un muerto viviente”, dijo Sergio empuñando su rifle. Ante lo acontecido montaron guardia a fin de esperar a que Alberto regresara a su sepulcro y así darle una muerte definitiva. Pasaron las horas, el sol empezaba a despuntar y del destino de Alberto no supieron más. Uno de los peones que había quedado en el establecimiento, llegó corriendo junto al grupo expedicionario, desde lejos gritaba: “El patrón ha muerto”.
En la casa encontraron al prusiano con los ojos abiertos y una expresión de espanto en el rostro. Nunca más supieron de Alberto. Mi abuelo regresó a la ciudad.
24/08/2020